Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) tuvo la oportunidad de trabajar de traductora defendiendo a los niños migrantes en la corte de Nueva York, lo que le dio la oportunidad de conocer a las familias protagonistas de la tragedia de la diáspora centroamericana. En su última novela, Desierto Sonoro (Sexto Piso, 2019) retoma el subgénero de una “road novel” para extrapolarlo, llevándolo a un lugar mucho más interesante y dar voz a los niños migrantes no acompañados que desaparecen en el desierto fronterizo de Estados Unidos.
Cuando hablamos de “road novel” el referente literario es En el camino, novela de 1951 que estableció los cimientos de este subgénero narrativo donde los protagonistas suelen ser hombres blancos y heterosexuales que tienen el privilegio de emprender un viaje por las interminables carreteras estadounidenses, a raíz de una crisis existencial. Desierto Sonoro parte de este prototípico viaje pero, transporta la historia hacia un territorio de denuncia social, nada típico de este género y, a mi modo de ver, mucho más interesante.
En la novela en la que los viajes se superponen en un mismo territorio. Desierto sonoro arranca con el último viaje de una pareja con dos hijos. Sus proyectos vitales han tomado caminos opuestos y deciden separarse. Este viaje es el que todos conocemos y nos encanta ver en las películas: una familia de Nueva York está a punto de resquebrajarse y viaja en coche hasta Arizona. Los otros viajes se encuentran agazapados y silenciados en el desierto y se irán desvelando durante el registro sonoro que la familia lleva a cabo durante su viaje. El padre quiere rastrear y registrar los ecos de los sonidos de los antiguos apaches, quienes tuvieron que huir y refugiarse de la amenaza del hombre blanco. La madre decide viajar con él para acercarse a la frontera con México en un intento por atestiguar las desapariciones de los niños migrantes no acompañados. Son historias que la arena del desierto ha ido cubriendo y silenciando y ahora lo único que queda son los ecos de estos protagonistas.
Para ello, Valeria Luiseli arma una estructura de los más particular. En lugar de capítulos, la novela está dividida en las cajas que llevan en el maletero con material diverso (libros, grabadoras, mapas, informes, narraciones orales, lecturas en voz alta, música…) que aportan capas y más capas en una polifonía testimonial. Junto con todo ese material, se encuentra la larga carretera y las horas infinitas que componen el viaje. Una estructura peculiar donde la habilidad de la autora reside en la capacidad de contraponer dos tipos de viaje que ocurren en un mismo territorio: el viaje libre y privilegiado de quien pasa por una crisis existencial , y el viaje ilegal y forzado del que se ve forzado a abandonar su hogar.
Los viajes transcurren todos por concreto en el mapa que va acumulando capas de atrocidades silenciadas y que la familia intenta desenterrar. Otros viajes mucho más desoladores que se enmarcan fuera de la ficción y de los que es necesario hablar. Los ecos que la familia va registrando en el viaje son el testimonio necesario para alzar la voz de los protagonistas de los viajes no narrados: “Ahora me doy cuenta de que quizás es demasiado tarde, de que los juegos y las representaciones de mis hijos en el asiento de atrás tal vez sean la única manera de contar realmente la historia de los niños perdidos, una historia sobre los niños que desaparecieron en su viaje hacia el norte. Tal vez sus voces sean la única forma de registrar las huellas sonoras, los ecos que los niños perdidos han dejado a su paso”.
Si hay algo de lo que no se habla, parece que no existe. A través de la verbalización de lo ocurrido, la novela se convierte en una reivindicación de las injusticias y atrocidades que tienen lugar en un país donde no todo el mundo tiene los mismos derechos para recorrer con total libertad el territorio. El sonido del desierto, ese silencio acaparador, se convierte en la prueba de las atrocidades cometidas por un gobierno cuyas leyes de extranjería son tan severas que los niños no acompañados que consiguen atravesar la frontera son abandonados a su suerte en el árido desierto para luego ser deportados de vuelta a su país.
¿Cómo es posible que no se hable constantemente de estos crímenes? ¿Cómo puede ser que el privilegio nos haga sordos ante tales injusticias sociales? ¿Cómo alzar la voz de las víctimas enmudecidas por un gobierno cuyas leyes migratorias son tremendamente intransigentes? ¿Cómo dar cuenta de esta tragedia sin caer en el sensacionalismo? Pues, tal y como lo hace Valeria Luiseli: mediante una gran obra de arte.