«No somos animales poetizados. Somos imperfectos mortales, conscientes de nuestra mortalidad aun cuando tratemos de eludirla, vencidos ante nuestra propia complejidad, tan acorralados que cuando nos dolemos por los que hemos perdido, también nos dolemos, para bien o para mal, por nosotros mismos».
Cuando pienso en la idea de la muerte de un ser querido, una amalgama sobrecogedora de miedos en forma de plancha metálica gigante se cierne sobre mí y amenaza con aplastarme. Por mi mente se cruza la repentina imagen de mí misma despachurrada en un suelo gris que se resquebraja. Yo, hecha trizas, incrustada en el subsuelo, sin aire, me ahogo y algo en mis vísceras se encoge. Es un pensamiento fugaz. Supongo que mi mente, en un intento de supervivencia, rehúsa la imagen astutamente en busca de un pensamiento trivial que no me remueva más las entrañas.
Leer a Joan Didion en El año del pensamiento mágico (Random House, 2019, edición ilustrada por Paula Bonet) me ha obligado a volver la mirada a ese temor, a enfrentarme con él cara a cara. En diciembre de 2003, al volver de la visita del hospital donde su hija Quintana se encontraba hospitalizada en la UCI, su marido, John, cayó muerto súbitamente justo antes de cenar. “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida como la conoces termina”. A raíz de este trágico acontecimiento, Didion inicia una crónica personal, relatando el viaje emocional que supusieron los doce meses siguientes a esta inconsolable pérdida.
Didion se autoanaliza y se describe a sí misma en un estado transitorio de ensoñación dolorosa. El pensamiento mágico hace referencia al estado de trance paranoico en el que te sumerges al padecer tal pérdida, una suerte de locura en la que te aferras a la certeza de que lo imposible es posible, llegando a creer que la muerte es mágicamente reversible. “Necesitaba estar sola para que él pudiera volver. Aquel fue el principio de mi año de pensamiento mágico.” Escribir unas memorias sobre uno de los acontecimientos más desoladores de la vida es un leal ejercicio para lidiar con el duelo de una forma íntegra.

Su vertiente periodística le permite ahondar en sus propias experiencias con una curiosa distancia y objetividad que a ratos puede resultar fría. Sin embargo, a mi modo de ver, es analítica, honesta y extremadamente generosa. Comparte con sus lectorxs el íntimo viaje que hubo de emprender de la mano de la pena para llegar a la aceptación de la pérdida. Para ello, la cronista se obstina a la revisión obsesiva de los informes médicos, estudia la relación con la muerte a lo largo de la historia, rememora buenos y malos momentos de los casi 40 años que vivió junto a John y se acompaña de la literatura en su soledad.
Y así, va aprendiendo y reflexionando. “Hasta ahora solo había pasado por el dolor, pero no por el duelo. El dolor era algo pasivo. El dolor era algo que te pasaba. Pero el duelo, el acto de lidiar con el dolor, requería atención.” En este viaje desolador, Didion comprende que mientras que el dolor te aplasta, el duelo es un arduo camino que te interpela. Es el sufrimiento activo. Es la escucha indispensable para la aceptación y la sanación. Es así como el proceso de escritura de El año del pensamiento mágico se convierte no sólo en un ejercicio artístico, sino que consigue trascender lo literario transformándose en el proceso de curación y forzoso para la escritora. Didion muestra su dolor real y lo integra como lo que es, un proceso atemporal y universal pero tan íntimo y personal que sólo se puede llevar a cabo en un acto de tremenda valentía literaria.
No es de extrañar que la crítica se refiera a esta obra como un clásico contemporáneo. De hecho, a mi parecer, la considero una lectura obligada. Sobre todo ahora que cada vez más tendemos a distanciarnos de la muerte. Ahora que hemos aprendido a edulcorar lo desagradable. Ahora que vivimos cada vez más en una sociedad esterilizada en la que no se concede al dolor ni un lugar ni un tiempo. Ahora que el valor de la productividad nos impide detenernos para poder escucharnos y encontrarnos con la pena. Ahora que el ritmo frenético nos apela a sobreponernos lo más rápido posible. Ahora que vivimos una vida plagada de emoticonos sonrientes, ¿qué necesidad hay de atender al mal emocional cuando se nos pide constantemente gozar del presente? Ahora que rehusamos la muerte, la convertimos en un tabú. La sociedad anestesiada la esquiva y nos despista de la certeza de que es intrínseca e inevitable en la vida. ¿Acaso existirían la una sin la otra?
Esta lectura ha sido una suerte de conversación íntima con Didion. Leyéndola, atravesada por el desconsuelo, yo la he consolado a ella y ella me ha consolado a mí. También he entendido que es insano vivir el fallecimiento de una persona cercana de forma tan aséptica y distante. Es necesario “atravesar la tormenta” aunque el agua te cale hasta los huesos. El primer paso hacia la aceptación es tratar de no rechazar la tormenta, de mirarla de frente. Devolver a la muerte al lugar en el mundo que antes ocupaba: un incidente común, familiar e ineludible. Debemos conversar sobre la posibilidad de la pérdida y cuando ésta nos atrape, debemos acoger la pena para atenderla y sanar. Y para eso, se necesita tiempo. Atrevámonos a doler sin vergüenza y sin prisas para coger fuerzas, darnos impulso y volver a caminar aceptando el tránsito como parte inexorable de la vida.

¡Muy buena reseña! Invita a pasear la mente por las líneas de este libro que mencionas e ir desgranándolo poco a poco.
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Muchas gracias! Es un libro que todos deberíamos leer. Te animo a ello!
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